Indiana Jones contra la nostalgia nazi

El calendario de estrenos y el calendario electoral han confluido en España, por azar, de forma reveladora. Viendo Indiana Jones y el dial del destino es inevitable pensar en (aproximadamente) ese tercio de compatriotas que desearían ver al arqueólogo creado por George Lucas morir, de una vez por todas, a manos de los nazis. «Mi cuerpo ha recibido nueve disparos», dice en un momento de la película. Nueve balas a lo largo de cinco películas. Nueve veces en las que una proporción importante de los espectadores españoles han torcido el gesto, decepcionados y tristes. No es una boutade. Eso es lo que dicen las encuestas. Cada vez que el doctor Jones escapa de las garras del Tercer Reich, hay gente en la platea que rezonga con desilusión. Después de todo, España fue siempre un refugio dorado para los nazis.

Léon Degrelle, por ejemplo, acabó siendo, a todos los efectos, uno de los nuestros. Ultracatólico belga adscrito a las Waffen-SS, vivió estupendamente en Benalmádena hasta su muerte en 1994. Sólo entonces, cuando palmó, dejó de difundir su ideario hitleriano. Aquí no necesitaba esconderse. Condenado a muerte en su país, estuvo 50 años tomando el sol y participando, con su voz y sus escritos, en la negación del Holocausto y la exaltación del régimen nazi. Tan ricamente.

Degrelle es sólo un ejemplo. Hubo decenas como él, quizás centenares. Su autoridad y la protección de la que disfrutaban eran tales que hasta se privatizaron una playa en Dénia para ellos solos. Manuel Fraga, fundador del Partido Popular, los agasajaba sin reparos en aquellos buenos viejos tiempos. Degrelle y Himmler, dicho sea de paso, eran uña y carne. Himmler fue el principal patrocinador de la Ahnenerbe, una sociedad pseudocientífica aficionada a las chifladuras esotéricas. En sus delirantes pesquisas arqueológicas buscaron (y lo grave es que esto es real) el Arca de la Alianza y el Santo Grial. De ahí sacaron Lucas y Spielberg la inspiración para crear a Indiana Jones.

El macguffin de la última película de la saga es otro cacharro. Aunque los tripulantes de la nave del misterio prefieren llamarlos «objetos de poder», nosotros nos decantaremos por denominaciones más rigurosas: cacharro, chisme o cachivache. Se trata de la Anticitera, o Dial del Destino, una especie de brújula, supuestamente construida por Arquímedes, que permitiría viajar en el tiempo y cambiar el curso de la historia. ¿Adónde creen ustedes que viajarían Degrelle, Marine Le Pen, Trump, Abascal o Feijóo?

¿Qué significa realmente «hacer América grande otra vez»? ¿Volver a un tiempo en el que se podía linchar impunemente a los negros? ¿Qué pretenden quienes hoy eliminan las consejerías de Igualdad y planean suprimir el ministerio en cuestión? ¿Que las mujeres vuelvan a la cocina, de donde nunca debieron salir, y que se callen de una vez? ¿Qué buscan quienes quieren imponer una determinada lectura de la historia ensalzando en las escuelas «las gestas y hazañas» de «los héroes nacionales»? No será, desde luego, que se reivindique la figura de los republicanos españoles que combatieron contra los nazis. Eso no. Antes al contrario.

Todas estas aberraciones nacen de la nostalgia, un sentimiento que ha crecido hasta convertirse en plaga y que, como explica con acierto Jorge Dioni López, es «la puerta luminosa por la que entran los monstruos». La tentación de dejar peligrosamente abierta esa puerta es muy fuerte. El neoliberalismo ha convertido el futuro en un lugar tenebroso. Ya no hay espacio para el desarrollo de un proyecto de vida digna. La sociedades de eso que pomposamente llamamos «democracias liberales» se han convertido en la mercancía de la nueva burguesía. Ya no necesitan vender ningún producto: nosotros somos el producto. Por eso miramos con tanta insistencia (y temeridad) a un pasado que recordamos como feliz (spoiler: no lo fue).

Seguramente los nostálgicos de hoy no sean conscientes, en el fondo, de que su ejercicio masturbatorio-memorialístico es profundamente reaccionario. Puede que no haya mala intención cuando se reivindican esas noches ochenteras como el summun de la diversión, pero los efectos pueden ser, lo estamos viendo, políticamente devastadores. A ese grado de inocencia perversa sólo puede llegarse borrando, deliberada o inadvertidamente, todo lo sucio, todo lo malo de aquellos años. Habría que olvidar el paro generado por la reconversión industrial, las epidemias de SIDA y heroína, los atentados terroristas semanales, los «crímenes pasionales», los chistes de mariquitas, la educación violenta. Sólo olvidando aquellos horrores alguien podría proclamar, ufano, «yo fui a EGB».

Indiana Jones contra la nostalgia nazi

La propia Indiana Jones y el dial del destino coquetea continuamente con esa nostalgia. La utiliza como motor narrativo, con guiños y codazos implícitos a sus espectadores cuarentones. James Mangold prepara un plato recalentado con sobras, eso sí, deliciosas, y si no se despeña es porque junto a la enfermedad nostálgica proporciona también la medicina. El malvado doctor Voller (maravillosamente interpretado, as usual, por Mads Mikkelsen) quiere apoderarse de la Anticitera para volver al pasado, corregir los errores estratégicos de Hitler y llevar a los nazis a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. La atracción por el chisme del viejo Indiana Jones (también enorme Harrison Ford, que se llevó seis minutos de ovación en Cannes) es más sutil y está más ligada a nuestros problemas contemporáneos: si de verdad puede visitar el pasado, querría quedarse a vivir allí.

El próximo 23-J muchos españoles utilizarán la urna de las votaciones como su propia Anticitera. Sueñan con un país sin feminismo ni diversidad sexual, un país de señoritos a caballo a los que adorar y comunistas a los que perseguir. «¡Hay demasiados nazis!», exclama Indiana Jones entre puñetazo y puñetazo. Y eso que no conoce la España actual. Si lo hiciera, fliparía.

https://www.lamarea.com/2023/07/11/indiana-jones-contra-la-nostalgia-nazi/

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