Eutanasia y libertad – Rebelion

En nombre de la Libertad del individuo (e ignorando que esta palabra, desde la Revolución Francesa, no puede disociarse de las de Igualdad y Fraternidad) se arremete cada día contra cualquier norma que fortalezca lo comunitario o lo público: desde los impuestos a pagar para que la educación, la salud y otros servicios puedan acoger a todos los ciudadanos, hasta las restricciones a la movilidad y a las aglomeraciones para no extender aún más el Covid-19. El individuo, para quienes hoy se llaman a sí mismo “liberales”, es la única medida, principio y fin de todas las cosas. Hasta el punto de que afirman que es el egoísmo individual y la lucha de cada individuo por superar a los otros, y no la cooperación, el motor del progreso. Los intereses colectivos no existirían o, a lo más, serían la resultante de la suma de intereses individuales. No hay otra identidad “verdadera” que la de cada ego y cada quién debe ser empresario (o, como ahora se dice, emprendedor) de sí mismo; único responsable, pues, de su éxito o su fracaso. Es este el código neoliberal.

Tampoco,
para estos “liberales”, existen otros derechos que los
individuales: las mujeres, los pueblos, las minorías étnicas, los
colectivos de no heterosexuales, etc. no serían sujetos de derechos.
Lo serían solo los individuos, frente a la proclividad del Estado a
restringir su libertad y a imponerles obligaciones. El Bien Común no
sería otra cosa que la suma de intereses individuales. Y la
Naturaleza no tiene otra realidad que la de ser el lugar de donde se
obtienen recursos a explotar también libremente. Porque, si los
propios colectivos humanos no tienen derechos, ¿cómo va a tenerlos
la Naturaleza, la Pacha
Mama
,
la Madre Tierra?

La
vaciedad de este relato individualista, supuestamente antropocéntrico
sin serlo, porque ignora que los humanos somos seres sociales y
simbólicos (culturales) y no solo homo
economicus
,
se pone de manifiesto estos días a propósito del debate sobre la
Ley de la Eutanasia. Son precisamente quienes agitan la bandera de la
Libertad los que niegan el derecho a que cada persona con un
padecimiento “grave, crónico e imposibilitante”, que le cause
“un sufrimiento intolerable”, pueda ser libre para decidir
decidir una muerte digna y en paz. Claman los obispos y sus
organizaciones satélites -esas que teólogos como Juan José Tamayo
definen como cristoneofascistas-,
berrea la prensa reaccionaria, denuncian los partidos de derecha y
ultraderecha… Absteniéndose, en este caso, de hablar de Libertad.

Se
demuestra claramente que la supuesta defensa de la Libertad es pura
táctica para descalificar a cuantos plantean normas y garantías
para que la ley de la selva no rija al cien por cien nuestras
sociedades con la consiguiente dictadura de los más poderosos. ¿Por
qué niegan la libertad de ejercer el derecho a morir dignamente
cuando una persona se considere en una  situación tal que
su vida no le merezca ya la consideración de humana?  Ningún
ser humano ha elegido haber nacido. En eso somos como cualquier otro
ser vivo. Pero somos seres vivos muy especiales. Estamos dotados de
razón, inteligencia, sentimientos y dignidad. Tenemos libre albedrío
y conciencia. Con todo este bagaje, ¿carecemos del derecho a decidir
sobre cuándo nuestra vida ya no cabe vivirla dignamente? ¿Sobre
cuándo es ya insufrible, tanto física como psíquicamente,
mantenerla? ¿Sobre cuándo ya no seríamos nosotros mismos? Podría
haber argumentos médicos y jurídicos para relativizar ese derecho,
pero en el caso de la Ley recién aprobada las condiciones para la
eutanasia o suicidio asistido –en realidad, muerte compasiva- son
muy objetivables y deben ser ratificadas por médicos y comités.  La
Ley es muy garantista (incluso quizá en exceso).  ¿A qué
viene, entonces, afirmar que equivale a la legalización del
homicidio, que contraviene el “no matarás” y que refleja una
“cultura de la muerte”?

El
argumento de que bastaría con desarrollar adecuadamente los cuidados
paliativos no se sostiene.  Y más parece un argumento
hipócrita en labios de quienes han venido restringiendo, año a año,
los presupuestos de sanidad. Amplíense estos, y dedíquese una parte
importante a cuidados paliativos, claro que sí. Es más, los
cuidados paliativos deberían ser automáticamente aplicados a todas
las personas, salvo declaración expresa de estas. Pero es un absurdo
querer contraponer el derecho a los paliativos al derecho a la
eutanasia. El primero refiere al sufrimiento, el segundo refiere
tanto al sufrimiento como, sobre todo, a la dignidad. Es una opción
que debe ser reconocida como parte esencial de la soberanía de las
personas sobre sí mismas. En virtud de esta soberanía, tenemos el
derecho a decidir libremente si acogernos a los paliativos o quiere
abandonar en paz y dignamente la vida.

Soy
consciente de que el tema es delicado porque el suicidio ha sido, y
continúa siendo, un tema tabú en nuestras sociedades. No se
publican estadísticas al respecto, aún siendo una de las causas más
importantes de fallecimiento, superando a los causados por accidentes
de tráfico y feminicidios. Tradicionalmente, se niega a los suicidas
ser enterrados juntos a sus familiares. Era una forma de castigo, un
estigma. Los suicidas han sido considerados malditos o, cuando menos,
locos… Hoy, crecientemente, la sociedad y sus valores están
pasando a ser otros, como demuestran los porcentajes de apoyo a la
legalización de la eutanasia que reflejan todas las encuestas en el
Estado español. La mayoría con que ha contado la ley en el Congreso
es mucho mayor en la calle. Somos el séptimo país del mundo en
aprobar una Ley de estas características.

¿Por
qué tantos se sienten ofendidos, e incluso agredidos, por el
reconocimiento del derecho de la persona a decidir (en muy concretas
circunstancias) sobre la finalización de su propia vida? En
realidad, el fondo de la cuestión es el mismo que cuando se aprobó,
hace ya décadas y también con fuerte oposición, la ley del
divorcio. Esta tampoco era obligatoria sino un recurso para cuando la
o las personas concernidas considerasen que no era posible mantener
la relación matrimonial. (Y no me refiero ahora al tema del aborto
porque este tiene otros elementos adicionales que lo hacen más
complejo, en especial el de cuándo el feto responde ya a
características de vida humana viable y, por tanto, pudiera ser ya
sujeto de derechos.) Pero que se opte por una muerte digna no debería
considerarse por nadie como un ataque a la vida ni a nada. Salvo que
se afirme que nuestra vida no nos pertenece sino que pertenece a
alguna fuerza o ente sagrado exterior, concretamente a Dios (en cuyo
nombre quienes más se rasgan las vestiduras tienen poder) o al
Estado. Pues que digan esto con claridad y no enmascaren sus
argumentos estrictamente religiosos bajo apariencia de argumentos
éticos o “naturales”. Lo hacen así porque de otro modo solo
tendrían la audiencia del escaso 20% que hoy en España se declaran
católicos practicantes. E incluso en estos, habría importantes
excepciones como las comunidades cristianas de base y otros
colectivos que se definen seguidores del Jesús de Nazaret compasivo
más que del Dios tronante y terrible del Antiguo Testamento.

Es
legítimo que por creencias religiosas o de otro tipo no se utilicen
para uno mismo derechos y posibilidades que legalmente están al
alcance de todos (siempre que la decisión no vaya contra el Bien
Común). Es legítimo, aunque quizá poco razonable, que se acepte
todo el sufrimiento que nos traigan enfermedades incurables, crónicas
o alienadoras. Y si algunos piensan que ese sufrimiento vale para
algo (como certificado de buena conducta hacia otra vida o como
expiación de culpas) pues habría que respetar a quienes así
piensen aunque no lo compartamos. Pero lo que no tiene sentido y es
una agresión a los derechos colectivos es pretender que todos
actuemos conforme a ese pensamiento y rehusemos al derecho a ejercer
nuestra soberanía personal en lo que nos es más básico: nuestra
propia vida. Porque esta no pertenece a nadie sino a cada uno de
nosotros y tenemos por ello pleno derecho a decidir cuándo ya nos es
insoportable o percibimos el seguir “viviendo” como un sinsentido
y una indignidad.

Partiendo
de esto, y también de la absoluta necesidad de desarrollar los
cuidados paliativos, esgrímanse dentro de las confesiones religiosas
los argumentos que se desee para aconsejar a sus miembros el acogerse
o no a este derecho. Plantéese la posibilidad de objeción de
conciencia por parte del personal sanitario que quiera acogerse a
esta (siempre que no se presione abusivamente a estos en esa
dirección). Pero no se hagan trampas fabricando fantasmas donde no
los hay como medio de preservar el poder de quienes lo poseen por
dominar las conciencias. Y, sobre todo, no se insulte ni agreda en su
dignidad a quienes quieran hacer uso del derecho a morir dignamente.
Un poco de empatía, por favor. Y de compasión, aunque esta combina
muy mal con la soberbia.

Isidoro Moreno es catedrático emérito de Antropología Social y miembro de la plataforma Andalucía Viva.

Eutanasia y libertad

Deja un comentario